Es como meter un trozo de sandía en un plato de lentejas; una mezcla, cuanto menos rara. Así ha sido el resultado de meter el Público en un teatro como el Teatro Real de Madrid. Por separado, deliciosos, pero juntos, no terminan de hacer buenas migas.
Ha
sido, quizá, esa mezcla extraña la que ha hecho que se creen dos bandos
antagónicos alrededor de la obra más surrealista de Lorca. Por un lado, los
amantes del resultado final de esta atrevida decisión de llevar a la ópera un
texto tan complicado con una escenografía tan arriesgada, y por otro, los que
esperaban ver lo habitual sobre el escenario del Real.
Todo
parecía normal cuando me disponía a entrar en el universo de aquel majestuoso
edificio hexagonal que, desde hace dos siglos, vigila la plaza de oriente. A
medida que el sol se escondía por los demás edificios vecinos, la gente iba
llegando a la puerta del teatro. Mujeres con pieles, hombres con zapatos con
complejo de espejos, algún sombrero todavía y maquillaje y perfume por doquier.
Podría tratarse de una postal del Madrid de los Austrias, sin embargo, esta vez
también esperaban en la puerta unos vaqueros, algún par de Nikes, camisas con
el ultimo botón desabrochado y pelos sueltos sin recogidos ni gomina de por
medio. Puede que fuera porque se trataba de un estreno mundial o puede que la
opera se esté acercando a la gente joven, pero fuera como fuese, la edad media
que se disponía a poblar el patio de butacas, había rejuvenecido.
Dentro,
la expectación se podía palpar. Toses, comentarios al oído, móviles que
fotografían el telón todavía bajado y un barullo general que prometía un
público crítico con ganas de ver qué iba a ocurrir en ese escenario donde se
han representado obras de la talla de La Traviata, Rigoletto o Fausto.
Caballos
flamencos con tacones y pelucas al más puro estilo lady gaga, cantaores
acompañados de una magistral percusión, un gong que hace saltar a todo el
teatro de sus asientos y espejos que reflejan a un cristo crucificado y que
desaparecen convirtiéndose en un impresionante coro. ¿El resultado de tal
mezcolanza? Una mitad del público que huye indignada en el primer acto y una
mitad que queda prendada de aquella extraña e insólita forma de tratar a Lorca
y a su Público sobre las tablas del Real.
Con
satisfechos y sin ellos, el Público fue un protagonista más de la capital
durante 18 días en los que, cada tarde, se escuchaba aquello de:
-
Señor
-
¿Qué?
-
El
público
-
Que
pase.
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