Sucede en París, pero el escenario podría ser cualquier otro
porque las protagonistas de esta historia no pasean ni por
la torre Eiffel ni por los campos Elíseos. Los diamantes de esta película se
mueven en otro mundo, por los barrios donde la ley más importante es la de la
calle y donde es la reputación, y no el bolso de marca que luzcas por Avenida
Montaigne, la que grita tu
estatus.
Las cuatro Rihannas
no solo comparten color de piel, cachimba y vestidos, sino también una exclusión
social, cultural, racial y de género. Marianne, de origen senegalés, es la más
joven y la que luchará por encima de todo para tratar de cambiar las
condiciones que la vida le ha ido dando. “Ya has repetido tres veces. No puedo
mandarte al instituto” dice la profesora mientras la estudiante suplica. “Tiene
que dejarme ir. Usted no lo entiende”. Sin embargo, ningún ruego es suficiente y
Marianne termina convirtiéndose en el que puede ser el reflejo de cualquier
adolescente expulsado de su vida estudiantil. Y es que, con una familia
desestructurada, junto a un hermano violento, un amor prohibido y con
demasiadas responsabilidades a su espalda para su edad, Marianne termina tomando
el camino que ninguna madre quiere para sus hijos.
Lo extraordinario, es que el espectador deja su instinto
maternal a un lado y termina empatizando con la protagonista, comprendiendo el
porqué de ése camino y no otro, y todos en la sala acaban siendo un poco
Marianne. La integración en cada grupo es su salvación y en su vereda no hacen
más que crecer espinas que complican la entrada al mundo adulto de esta
adolescente con ganas de volar y hacerse un hueco en un mundo donde los hombres
ponen las normas.
Y todo ello, con una fotografía sobria, sin mucha
excentricidad y que no busca sorprender, sino contar. Planos que valoran los
silencios, las miradas y que cuentan a gritos los sentimientos que los
personajes callan. Primerísimos planos, ojos que se inundan, manos que se
aprietan en medio de una habitación en penumbra… cientos de detalles y símbolos
que actúan como puntadas de hilo remendando aún más una historia tan común como
la vida misma. Ese moño que se convierte en coleta y meses después en una
melena adornada con horquillas, esas zapatillas que se sofistican y pisan
suelos manchados de violencia o ese colgante que se desabrocha cuando la peluca
blanca sale a escena.
Parece mentira que parezca tan real una historia tan
compleja interpretada por actrices tan nóveles. “Realizamos los casting en la
calle, incluso fuimos a conciertos de Rihanna” decía en una entrevista Céline
Sciamma, directora de la película. Pero la complicidad de las actrices y su
carisma acaban conquistando al espectador y metiéndoselo en el bolsillo, como
hacía Marianne con la navaja. Es la cuarta película de Céline y casualmente, o
no, comparte temática con sus dos trabajos anteriores, Tomboy de 2011 y Pauline,
cortometraje de 2009; la búsqueda de identidad, el lugar de la mujer en la
sociedad, la exclusión social, la amistad, la adolescencia…
Curioso abrir el telón con un equipo de fútbol americano en
el que no se distingue si quienes juegan son hombres o mujeres y bajarlo con
una misma ambigüedad en las respuestas y en la vestimenta, donde la feminidad
se pierde de nuevo entre ropas anchas. Un acierto que equilibra esos fundidos
que, pese a aportar un toque documental, frenan la trama y descolocan al que se
encuentra en la butaca, que no sabe si hay que levantarse o todavía el
celuloide continúa proyectando.
En definitiva, una espiral de circunstancias donde el
destino de la protagonista pasa de mano en mano como el ovalado balón del
partido de fútbol americano y donde el espectador termina queriendo formar
parte de ese equipo para agarrar el balón y marcar, por fin, un touchdown a favor de Marianne.
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