Un 11 de
diciembre, de hace casi dos años, un terremoto sacudía la costa nordeste de
Japón. Alcanzó los 9 grados de magnitud y trajo consigo un maremoto con olas de más de 40
metros de altura.
Los daños
alcanzaron la central nuclear de Fukushima. Debido al seísmo, algunos de sus
reactores se vieron afectados, otros estaban apagados por una revisión
periódica. Todo parecía estar más o menos controlado, pero lo peor estaba por
llegar.
Un
tsunami llegó a la central e inundó todas las zonas afectadas por el seísmo.
Los fallos técnicos, las roturas y los problemas se fueron sucediendo y
formaron un efecto dominó imposible de controlar y frenar.
.
El miedo
a filtraciones de radiación llevó a las autoridades a evacuar a 45.000
personas a un radio de veinte kilómetros alrededor de la planta. Días después
el gobierno aumentó el radio a treinta y posteriormente a cuarenta, alcanzando
una cifra de 170.000 evacuados.
Cada vez
la situación era más extrema, tanto que la Agencia de Seguridad Nuclear e
Industrial (NISA) elevó el nivel de gravedad del incidente a 7, el
máximo en la escala INES y el mismo
nivel que alcanzó el accidente de Chernobyl de 1986.
Edificios
y comercios cerrados. Gente desesperada intentando salir del país; aeropuertos
y estaciones abarrotadas. Gobiernos que recomiendan no salir de casa, no beber
agua del grifo, no tener sistemas de ventilación activados, nada de ventanas
abiertas y sobre todo, evitar consumir productos locales.
A partir
del accidente, se detectaron niveles de radiactividad más altos de lo normal en
países como California, Finlandia o Tokio. España fue uno de los países
afectados. Según el consejo de seguridad nuclear, existía un aumento de Yodo y
Cesio en el aire proveniente del accidente de Fukushima. Aun así, el Consejo de
Seguridad Nuclear afirmó que con esos niveles no había peligro alguno para la
salud.
Organismos
como la OMS o el FMI respaldaron medidas que ayudaron a garantizar la
estabilidad y controlar las zonas afectadas.
En
definitiva, el accidente se convirtió en una pesadilla para una población que
vivió unas horas, unos días y unos meses de terror y que aun hoy, dos años
después, sigue sufriendo las consecuencias de este accidente nuclear. Unas
consecuencias de un accidente que según muchos, se podría haber evitado.
LA
OTRA CARA DEL ACCIDENTE
Tessa-Morris
Suzuki, profesora de historia japonesa en la Facultad de Asia y el Pacífico en
la Universidad Nacional Australiana y miembro del Consejo Internacional de
Políticas de Derechos Humanos, dijo lo siguiente:
“Los
desastres sirven para sacar a la luz numerosas carencias de las instituciones
sociales, económicas y políticas”
¿Y
quién es capaz de leer esto y no acordarse del lo sucedido en el Madrid Arena?
Ambos,
Fukushima y Madrid Arena, son casos y accidentes,
que podrían haber sido de otra manera si no hubiera estado de por medio
el poderoso caballero, Don dinero. Casos en los que prima el interés
empresarial y económico sobre la seguridad de las personas y donde la
rentabilidad y la rapidez en su construcción es lo primero.
El Madrid
Arena fue construido a toda prisa en 2001 para poder ser usado ese mismo año en
el Masters series. Parece ser que esa prisa les permitía construir por encima
de las normas de seguridad y por ello el proyecto concluyó con menos salidas de
emergencia de las necesarias, entradas para bomberos extremadamente pequeñas,
techos demasiado altos y poco eficientes en caso de incendio, cámaras que no
graban y pasillos estrechos que se convierten en corredores de la muerte.
Pero a
las autoridades eso no les importaba, primaba construirlo a la de YA, y
conseguir ingresos. Al igual que en la macrofiesta de halloween de 2012, en la
que murieron cinco jóvenes por no haber unas instalaciones acorde con la ley.
Y todo
por el poderoso caballero. El objetivo; cuantas más entradas vendidas mejor. Da
igual el aforo. Si vendemos 1000 más, a más tocamos. El resultado; cinco
jóvenes muertas.
En
Fukushima fue algo parecido. Una central nuclear, construida en 1967 por la
compañía estadounidense General Electric en una región donde se suceden los
seísmos y donde se sabe que se pueden dar lugar tsunamis.
A pesar
de ello, la central solo contaba con un muro de contención de 6 metros,
sabiendo que en la región se habían dado ya tsunamis de 38 metros de altura.
Por ello, el tsunami del 11 de Marzo, entró en la central inundando todo lo que
encontraba a su paso provocando numerosos problemas en la central.
Objetivo:
Terminar la central cuanto antes. Producir lo máximo posible, con un
coste mínimo y
unas instalaciones “cogidas con pinzas”. Resultado:
23 heridos, 20 afectados, 2 muertos y 166.000 millones de euros en daños.
Y como
siempre, después de la tragedia, toca arrepentirse y excusarse. Y eso se nos da
muy bien. En España y en cualquier lado. Y más si hay vidas de por medio. Por
ello, a posteriori toca revisar y decir que a partir de ahora todo va a estar
en regla. En Madrid Ana Botella se encargó de cerrar el palacio municipal de
congresos y el pabellón de cristal de la casa de campo por no cumplir con
todas las pautas de seguridad.
En
Alemania después de la tragedia de Fukushima, la canciller Angela Merkel revisó
la situación de todas sus centrales y anunció el cierre preventivo de 17, todas
aquellas construidas antes de 1980.
Al
parecer, tiene que ocurrir algo como lo de Madrid Arena o La central de
Fukushima para que se revisen y se cumplan las normas de seguridad y para
demostrar que el dinero a veces puede incluso matar.
Como
decía la profesora japonesa, Tessa-Morris, “Los
desastres sirven para sacar a la luz numerosas carencias de las instituciones
sociales, económicas y políticas” y
éstas dos veces, ha sido así y han costado la vida y la tranquilidad de una
población entera.
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