martes, 5 de mayo de 2015

Chema Madoz, con M de Maravilloso.


Hay gente que nace con un don; con un buen oído, una flexibilidad de infarto, una destreza perfecta para trasformar la realidad en pintura… Chema, sin duda, ha nacido con uno, pero va más allá de una simple habilidad. Chema es capaz de ver en los objetos lo que nadie ha visto antes. Es capaz de sacarles de su naturaleza ordinaria para crear algo totalmente extraordinario. Chema mira con otros ojos, con otra mirada. Encuentra historias y mensajes donde parece no haberlas, en los objetos más cotidianos.



Una alfombra, unas escaleras y una piscina. Tres elementos que separados no significan nada pero que juntos, se convierten en una obra de arte. Pero nadie, excepto Madoz, se atrevió a colocarlos de esa manera. Es esta obra, la fotografía que me confirmó, una vez más, que Chema Madoz tiene algo de genio. Y no lo digo por admiración, que también, sino porque la RAE dice que un genio es aquel que posee la  capacidad mental extraordinaria para crear o inventar cosas nuevas y admirables. ¿Y qué son las fotografías de Madoz sino creaciones nuevas y admirables? Un genio con algo de mago también. Cuando actúa, la imaginación de quienes le ven se activa y siguen atentos al truco que parte de la realidad pero acaba con resultados sorprendentes. Consigue establecer un diálogo con el espectador, un juego donde éste termina con la boca abierta, el ceño fruncido o con una sonrisa tonta que se escapa inmediatamente. Como los niños viendo al mago.

Mientras todas esas ideas corretean por mi mente, esa alfombra sigue ahí; quieta, bajo el agua, tranquila y esperando unos tacones que la acaricien. Una pareja se cuelan en mi cuadro de visión y se paran frente a la fotografía. Creo que, como a mí, les ha encandilado. Los dos la observan, en silencio y tras unos segundos siguen disfrutando de la exposición. Esto me aleja de la alfombra de nuevo y me hace pensar en la relación de Madoz con los espectadores.

¿Qué tendrá Chema, me pregunto en medio de esa sala blanca impoluta, que gusta a todo el mundo que se cruza con alguna de sus creaciones? Puede ser su sencillez, su mensaje, la limpieza de sus fotografías, el equilibrio… o quizá esa poesía que se encuentra detrás de cada imagen. Y es que Chema no es fotógrafo, sino un poeta con cámara en mano que trasforma los versos en luz, en objetos, en composiciones. Dicen que los poetas son aquellos que ven más allá de las cosas, los que intentan explicar la realidad de manera diferente. Dicen que el esqueleto de la poesía es la metáfora. Y Chema, es todo eso. Es ver más allá del objeto, darle otra vida, otro significado. Con él, las cosas dejan de ser lo que siempre han sido para ser otras diferentes y adoptar otra identidad.

Por eso, quizá, le gusta a la gente. Sin embargo, no hay que pecar quedándose en el principio del camino. La vereda que nos ofrece Chema es mucho más larga. La primera lectura es una lectura fácil, ingeniosa, divertida y accesible, es cierto. Sin embargo, sus obras son algo así como una cebolla, una cebolla con muchas capas. Hay que ir quitándolas poco a poco, para llegar a entender todo lo que hay detrás de esa primera imagen y descubrir la poesía, el mensaje y las cuestiones más complejas de la obra. Y así, quitando capas y capas, puede que lleguemos, incluso, como con las cebollas, a llorar.
Vuelvo a la galería, a esa exposición en medio de un Madrid lluvioso. Paseo por ese universo poético que Chema nos ha regalado y salto de foto en foto ahogándome en metáforas de medio formato. Bombillas que lucen versos, libros con escaleras hacia su interior, telas de arañas que hablan, manos que tejen oraciones, alzacuellos con códigos Bidi y cordones de zapatos a modo de riendas de caballo. Un estilo surrealista, abstracto, con una pincelada de dadaísmo, que permanece estático, constante, fiel a los tercios, a la composición y que susurra y sugiere ideas y reflexiones que revolotean por las salas.

Me pregunto de dónde sacó ese don…
En una entrevista a RTVE confesó lo siguiente que puede que resuelva algunas cuestiones: “Una vez fui a la casa donde daba las clases mi profesora particular. Aquel día llegué un poco más tarde y ya no quedaba sitio, estaban todos los niños en la mesa ocupando todas las sillas. Así que la profesora sacó una banqueta, la colocó delante del horno, lo abrió y la puerta del electrodoméstico terminó convirtiéndose en mi mesa aquel día. Fue ahí cuando fui consciente de la posibilidad que ofrecen los objetos más allá de lo que son”.

Algo de lo que Chema puede estar orgulloso es de su mirada única, de su personalidad y su estilo inconfundible. Y es que resulta sublime que, sin firma de por medio, la gente al ver una fotografía de estas características pueda identificar la obra al momento y afirmar sin dudarlo: “Ésta es de Madoz”. Un minimalismo y una sensibilidad que se acerca a la pureza y que desecha lo prescindible para mostrar solo lo justo y necesario. Un enfoque perfecto donde todos los elementos aparecen nítidos. Una luz mayoritariamente natural con alguna excepción de estudio para destacar algún elemento. Una sencillez elegante que se viste a la vez de expresionista y un blanco negro que aleja a la imagen de la realidad sin dejar de ser tan real como su propia fotografía analógica revelada. Todo ello es lo que grita en silencio que una fotografía es de Madoz.


Y después de nadar entre tanta reflexión a la que invitan sus fotografías, volví al agua de aquella piscina y supe que tenía motivos suficientes para afirmar que Madoz está escrito con M de Maravilloso.  

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